jueves, 9 de octubre de 2014

Pablo LATAPÍ SARRE: Los triunfadores,

LOS TRIUNFADORES
Pablo Latapí Sarre

Circula profusamente un libro de Stephen R. Covey, Los Siete Hábitos de la Gente Altamente Efectiva: La Revolución Ética en la Vida Cotidiana y en la Empresa, obra que se presenta como “la construcción de una autoconfianza a prueba de bomba, a través del desarrollo del propio carácter, de la integridad, la honestidad y la dignidad humana (sic)”, y que es producto, se asegura, de “una exhaustiva revisión de la literatura del éxito de los últimos 200 años”. El autor lo dedica, sin pudor, “a mis colegas que tienen el poder y lo transmiten”. Este y otros libros semejantes pueden verse como epítomes de un ideario que ha venido permeando en los últimos años la educación del país. La enseñanza privada, y en menos medida también la pública, han enarbolado “los valores del éxito” como ideal educativo: se proponen formar en los jóvenes las virtudes de competitividad, eficiencia, pragmatismo, capacidad de resolver problemas y de procesar la información útil; más veladamente se estimula en ellos el afán de lucro y de poder, se les incita al consumo desenfrenado y se les inculca una visión materialista de la vida; el “éxito” consiste en alcanzar el puesto más alto, el mejor salario y la posesión de más cosas. En función de estos valores se define la “excelencia educativa” y con ellos se construye su “liderazgo”.

Esta filosofía se exhibe con desenfado en la publicidad de muchas universidades privadas; en ella fundamentan las exigencias que plantean a sus estudiantes no menos que las garantías del éxito que prometen a sus egresados; así entienden su misión de formar a las futuras élites del país. La misma filosofía se ha infiltrado también en la enseñanza pública: algunas universidades estatales, escuelas técnicas y aun planteles de nivel básico, particularmente en algunos estados del norte, la han incorporado a sus idearios y prácticas.

El sesgo empresarial del actual gobierno es signo ominoso de que esta manera de entender la educación pueda ser legitimada por la SEP en este sexenio; preocupación que podría también documentarse con algunas publicaciones del gobierno de Guanajuato en los tiempos de Fox –como como el folleto Así Guía dirigido a los maestros–; alertar sobre esta posibilidad parece oportuno.

Se trata de una filosofía educativa que tiene elementos positivos al lado de otros inaceptables; un sistema mental que define el sentido de la vida por la superación personal, el vencimiento de los obstáculos, el desarrollo de las capacidades para producir dinero y triunfar en la competencia. Es la filosofía del ganador, fundada en la autoestima, la dinámica del perfeccionamiento continuo y la capacidad de salir avante en situaciones difíciles. Ganador es aquél que está convencido de que es mejor que los demás y puede demostrarlo, que ha aprendido a aplicar la razón instrumental para simplificar lo complejo, que convence a los demás, sabe tomar decisiones y logra relaciones humanas armoniosas.

Es el ideal que guía hoy la educación de las élites del país –empresariales, políticas y sociales–, hombres y mujeres que han llegado a dominar el funcionamiento de sus personas y el de los demás y concentran todas sus energías en el triunfo en los negocios. El fenómeno es sólo el reflejo en el mundo de la educación de la expansión del capitalismo global y avasallador del primer mundo, que absorbe necesariamente a las élites de los países en desarrollo; es el culto a la “excelencia” y a la “calidad total” de la era del mercado, proyectadas ahora a la totalidad del ser humano.

Juzgar acerca de esta ideología educativa implica establecer algunas distinciones elementales. Promover la autoestima en los niños y jóvenes es, sin duda, esencial; el desarrollo de toda persona se apoya en su tendencia a superarse, corregir sus defectos y vencer los obstáculos externos; somos seres perfectibles, sujetos y objetos a la vez de nuestro esfuerzo; sin esto, la educación carecería de sentido. Pero absolutizar esta tendencia como si ella fuera la dinámica central del hombre, proponer el éxito individual como meta suprema y hacerlo consistir en el logro de bienes materiales, es una simplificación equivocada y una distorsión existencial. El límite nos es consustancial, como lo es la imperfección y la contradicción. La “persona profunda” (Víctor Frankl) es la que asume sus límites y se hace consciente de sus imperfecciones y sus pasiones irracionales; la que descubre y acepta con humildad sus autoengaños y vanidosas justificaciones, la que aprende a desconfiar de la razón y relativiza sus explicaciones.

La existencia humana no es plenamente inteligible ni analizable ni sintetizable. Si se pierde de vista que somos seres vulnerables y paradójicos, nos salimos de la realidad. La madurez humana se construye de otra manera, a través de la materia prima de nuestros dolores, en la creciente conciencia de nuestra indigencia radical, necesitados de los demás y compartiendo con ellos nuestras experiencias. Esto significa que somos muchas veces perdedores al lado de otros perdedores y que crecemos junto con ellos en la medida en que compartimos una misma vulnerabilidad.

Este lado oscuro de nuestra existencia sirve de contrapeso a la tendencia al logro y le devuelve su sentido humano. El triunfo y el éxito y las dinámicas que tienden a ellos adquieren en esta perspectiva un sentido diferente: no se saborean egoístamente como desplazamiento del competidor vencido, no se basan en la exclusión y el menosprecio, que se reciben como una nueva responsabilidad de solidaridad. El liderazgo que así brota –los liderazgos son necesarios en toda sociedad por democrática que sea, lo que importa son los valores que los constituyen– es enteramente diferente del de la psicología simplista y manipuladora del self-made man triunfador.

La filosofía del éxito se ha colado a la educación pública por las rendijas de las muy reales deficiencias de que ésta adolece: se la ve como el remedio de su mediocridad y conformismo y de sus irresponsabilidades toleradas y protegidas. Ante la competencia de una educación privada que pregona las virtudes contrarias, la reacción de algunas instituciones públicas ha sido equivocada; por falta de una definición consistente de calidad educativa y de capacidad crítica se han dejado llevar también por la fascinación de esta falsa “excelencia”. Deberían corregir sus vicios, ser eficientes, aceptar ser evaluadas y preparar a los jóvenes para la vida productiva, pero sin perder la perspectiva amplia del sentido de la vida; arraigar a los jóvenes en su realidad humana completa; y seguirse guiando por los valores humanistas y sociales del artículo tercero sin caer en las distorsiones individualistas y materialistas de la llamada ética del éxito.

Mala es una educación en la que no cabe la compasión; mala la que, llevada por el culto a la racionalidad, pretende que la existencia humana sea cabalmente inteligible e ignora sus contradicciones. Mala la que aspira a formar un liderazgo que es autosuficiencia y separa de los demás. Mala la que ignora que somos seres-en-el-límite, a veces triunfadores y muchas veces perdedores.

La educación de los dirigentes que el país necesita debiera seguir otros derroteros y ser objeto de una crítica atenta y continua de toda la sociedad.

PROCESO
Semanario de Información y Análisis No. 1289 15 de Julio de 2001

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