LOS TRIUNFADORES
Pablo
Latapí Sarre
Circula
profusamente un libro de Stephen R. Covey, Los
Siete Hábitos de la Gente Altamente Efectiva: La Revolución Ética en la Vida
Cotidiana y en la Empresa, obra que se presenta como “la construcción de
una autoconfianza a prueba de bomba, a través del desarrollo del propio
carácter, de la integridad, la honestidad y la dignidad humana (sic)”, y que es
producto, se asegura, de “una exhaustiva revisión de la literatura del éxito de
los últimos 200 años”. El autor lo dedica, sin pudor, “a mis colegas que tienen
el poder y lo transmiten”. Este y otros libros semejantes pueden verse como
epítomes de un ideario que ha venido permeando en los últimos años la educación
del país. La enseñanza privada, y en menos medida también la pública, han
enarbolado “los valores del éxito” como ideal educativo: se proponen formar en
los jóvenes las virtudes de competitividad, eficiencia, pragmatismo, capacidad
de resolver problemas y de procesar la información útil; más veladamente se
estimula en ellos el afán de lucro y de poder, se les incita al consumo
desenfrenado y se les inculca una visión materialista de la vida; el “éxito”
consiste en alcanzar el puesto más alto, el mejor salario y la posesión de más
cosas. En función de estos valores se define la “excelencia educativa” y con
ellos se construye su “liderazgo”.
Esta filosofía
se exhibe con desenfado en la publicidad de muchas universidades privadas; en
ella fundamentan las exigencias que plantean a sus estudiantes no menos que las
garantías del éxito que prometen a sus egresados; así entienden su misión de
formar a las futuras élites del país. La misma filosofía se ha infiltrado
también en la enseñanza pública: algunas universidades estatales, escuelas
técnicas y aun planteles de nivel básico, particularmente en algunos estados
del norte, la han incorporado a sus idearios y prácticas.
El sesgo
empresarial del actual gobierno es signo ominoso de que esta manera de entender
la educación pueda ser legitimada por la SEP en este sexenio; preocupación que
podría también documentarse con algunas publicaciones del gobierno de
Guanajuato en los tiempos de Fox –como como el folleto Así
Guía dirigido a los maestros–; alertar sobre esta posibilidad parece
oportuno.
Se trata de una
filosofía educativa que tiene elementos positivos al lado de otros
inaceptables; un sistema mental que define el sentido de la vida por la
superación personal, el vencimiento de los obstáculos, el desarrollo de las
capacidades para producir dinero y triunfar en la competencia. Es la filosofía
del ganador, fundada en la autoestima, la dinámica del perfeccionamiento
continuo y la capacidad de salir avante en situaciones difíciles. Ganador es
aquél que está convencido de que es mejor que los demás y puede demostrarlo,
que ha aprendido a aplicar la razón instrumental para simplificar lo complejo,
que convence a los demás, sabe tomar decisiones y logra relaciones humanas
armoniosas.
Es el ideal que
guía hoy la educación de las élites del país –empresariales, políticas y
sociales–, hombres y mujeres que han llegado a dominar el funcionamiento de sus
personas y el de los demás y concentran todas sus energías en el triunfo en los
negocios. El fenómeno es sólo el reflejo en el mundo de la educación de la
expansión del capitalismo global y avasallador del primer mundo, que absorbe
necesariamente a las élites de los países en desarrollo; es el culto a la
“excelencia” y a la “calidad total” de la era del mercado, proyectadas ahora a
la totalidad del ser humano.
Juzgar acerca de
esta ideología educativa implica establecer algunas distinciones elementales.
Promover la autoestima en los niños y jóvenes es, sin duda, esencial; el
desarrollo de toda persona se apoya en su tendencia a superarse, corregir sus
defectos y vencer los obstáculos externos; somos seres perfectibles, sujetos y
objetos a la vez de nuestro esfuerzo; sin esto, la educación carecería de
sentido. Pero absolutizar esta tendencia como si ella fuera la dinámica central
del hombre, proponer el éxito individual como meta suprema y hacerlo consistir
en el logro de bienes materiales, es una simplificación equivocada y una
distorsión existencial. El límite nos es consustancial, como lo es la
imperfección y la contradicción. La “persona profunda” (Víctor Frankl) es la
que asume sus límites y se hace consciente de sus imperfecciones y sus pasiones
irracionales; la que descubre y acepta con humildad sus autoengaños y vanidosas
justificaciones, la que aprende a desconfiar de la razón y relativiza sus
explicaciones.
La existencia
humana no es plenamente inteligible ni analizable ni sintetizable. Si se pierde
de vista que somos seres vulnerables y paradójicos, nos salimos de la realidad.
La madurez humana se construye de otra manera, a través de la materia prima de
nuestros dolores, en la creciente conciencia de nuestra indigencia radical,
necesitados de los demás y compartiendo con ellos nuestras experiencias. Esto
significa que somos muchas veces perdedores al lado de otros perdedores y que
crecemos junto con ellos en la medida en que compartimos una misma
vulnerabilidad.
Este lado oscuro
de nuestra existencia sirve de contrapeso a la tendencia al logro y le devuelve
su sentido humano. El triunfo y el éxito y las dinámicas que tienden a ellos
adquieren en esta perspectiva un sentido diferente: no se saborean egoístamente
como desplazamiento del competidor vencido, no se basan en la exclusión y el
menosprecio, que se reciben como una nueva responsabilidad de solidaridad. El
liderazgo que así brota –los liderazgos son necesarios en toda sociedad por
democrática que sea, lo que importa son los valores que los constituyen– es
enteramente diferente del de la psicología simplista y manipuladora del
self-made man triunfador.
La filosofía del
éxito se ha colado a la educación pública por las rendijas de las muy reales
deficiencias de que ésta adolece: se la ve como el remedio de su mediocridad y
conformismo y de sus irresponsabilidades toleradas y protegidas. Ante la competencia
de una educación privada que pregona las virtudes contrarias, la reacción de
algunas instituciones públicas ha sido equivocada; por falta de una definición
consistente de calidad educativa y de capacidad crítica se han dejado llevar
también por la fascinación de esta falsa “excelencia”. Deberían corregir sus
vicios, ser eficientes, aceptar ser evaluadas y preparar a los jóvenes para la
vida productiva, pero sin perder la perspectiva amplia del sentido de la vida;
arraigar a los jóvenes en su realidad humana completa; y seguirse guiando por
los valores humanistas y sociales del artículo tercero sin caer en las
distorsiones individualistas y materialistas de la llamada ética del éxito.
Mala es una
educación en la que no cabe la compasión; mala la que, llevada por el culto a
la racionalidad, pretende que la existencia humana sea cabalmente inteligible e
ignora sus contradicciones. Mala la que aspira a formar un liderazgo que es
autosuficiencia y separa de los demás. Mala la que ignora que somos seres-en-el-límite,
a veces triunfadores y muchas veces perdedores.
La educación de los dirigentes que el país necesita debiera seguir otros derroteros y ser objeto de una crítica atenta y continua de toda la sociedad.
La educación de los dirigentes que el país necesita debiera seguir otros derroteros y ser objeto de una crítica atenta y continua de toda la sociedad.
PROCESO
Semanario de Información y Análisis No. 1289 15 de Julio de 2001
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